31/3/11

Metaformosis.

Solía ser impulsiva, buena y cabezona.
Pero me sentía larva, que en su interior no hace más que reclamar esa libertad que siempre prometen. ¿Por qué no podía ser mariposa?
Intenté romper el tejido, caerme de mi escondite, gritar pidiendo ayuda, maldecir todos los dioses posibles existentes. Incluso, por un segundo, me sentí perdida dentro de mi prisión interna, extraña, familiar. Hasta que se me ocurrió algo. Ni tan siquiera lo había pensado hasta entonces.
¿Y qué pasa si el problema no es la cáscara? ¿Y qué pasa si precisamente soy yo?
Empecé a dejar de echarle la culpa a mi mal fario y a esa botella en la que me encontraba presa. Empecé a pensar en mi misma, a intentar vislumbrar el problema. Hasta que lo vi claro.
Dejé de gritar, de llorar, de pegar golpes a lo que había a mi alrededor. Y simplemente, escuché. Me concentré en escuchar todo lo que pude a una vocecita débil que a saber de dónde llegaba.
Poco a poco me fui descubriendo.
Y descubrí que mis gritos hacia el exterior me impedían escuchar los que mi interior me dirigían.
Fue entonces cuando aquel caparazón se empezó a romper, poquito a poco. Y cuando me vi allí fuera, como si un baño dorado fuera deslizándose sobre mí, las vi.
Eran mías y punto. Tan sólo mías, y no iba a consentir que volvieran a meterse dentro de mí. Poco a poco unas alas de color violeta empezaron a estirarse hacia fuera, como si hubieran pasado cien años encajadas dentro de mí. ¿Eran ellas las que gritaban desde dentro? Supongo, no les pude preguntar.
Pero al instante empecé a entenderme con ellas, y poco a poco fui acostumbrándome a ser libre.
Durante un rato no supe qué hacer. Tenía frío y añoraba en parte aquella prisión oscura, mi casa. Pero fui fuerte, y no me dejé vencer por la costumbre.
Estiré las alas, y salí volando.

Solía ser impulsiva, buena y cabezona. Y espero seguir siéndolo mucho tiempo. Pero nunca más confundiré la opresión con la ternura, ni una cárcel con mi propio cuerpo.