Dejó todas sus cosas a fuera, en el suelo. Se quitó los guantes, dejando que el aire helado rozara sus dedos pálidos, sus aros de Luna. En el mismo lugar, dejó caer un gorro de lana que electrificó su pelo, lo enredó y lo hizo sublime. Con la simple magia de la gravedad, su abrigo negro se deslizó hasta el infinito, y las botas de nieve impactaron contra un mosquito que pretendía algún destino. Una falda tejana fue abriéndose camino hasta el gélido apoyo, arrastrando calcetines de colores y elefantes, que escondían como un tesoro dos pies magullados y de futuro impreciso.
De alguna forma, también las medias verdes cayeron, y la curva sinuosa tan sólo era oculta por el miedo atroz, y el silencio.
Por fin, tras un par de jerseis y bufandas, quedó ante la nada una única pieza que exponía "Siempre son buenos tiempos para los soñadores". Y sin más, el vació le arrebató también los tirantes. Y sin más, la despojó de todo.
Pudo observar sus cosas, ver en ellas la esencia de.. ¿qué?
Tan sólo el frío entonces la hacía sentir viva. El contacto con su piel, sus dedos fríos palpando un cuerpo estéril, casi muerto. Pateó sus cosas y se decidió a entrar en la caja.
Ante ella, una caja naranja, vestida de flores, recubierta de esencias.
En aquel preciso instante, el contacto con la caja la despertó. Aquel cuerpo gélido empezó a cobrar vida. Sus cabellos se aclararon y decidieron ordenarse, disponiéndose en rizos semiperfectos que caían sobre una espalda ancha, fina, sana. Sus senos dejaron de declarar la guerra para mostrar la paz del alma que empezaba a nacer. Aquella cintura ya permitía un abrazo, estaba dispuesta a tolerar ser rodeada, y en los pies empezaban a distinguirse señales de cariño. Sus manos, en cambio, permanecieron atentas al cambio. Nunca podemos cambiar nuestra esencia, aunque nos llenemos de vida. Pero aquellos ojos... quien volviera a ver unos ojos tan brillantes, llenos de luz, esperanza, admiración, curiosidad...
No hubo más cambios.
Cesó el frío. Noviembre se marchó, para no quedarse. Pero dejó en su recuerdo unos días eternos que transcurrirían hasta el fin de sus días. No tenía miedo. Podría afrontarlo. No estaba sola.
Bajo su propio manto siguió entre los árboles. Ya no podía ver la caja, pero sí sentirla. Y empezó a ver destellos bajo todas manzanas. Las frambuesas saludaban sin tener que cantar nada. Y absolutamente todos los ciervos que pasaron por allí recordarán aquel día.
Pero ella... qué va a ser de ella.
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