12/11/11

Viejos fantasmas.

Antes de ayer fui un fantasma. Desaparecí ante todos y, por unas simples horas, dejé de existir. Me fundí con el olor de pan recién hecho, con las luces de farolas negras a las siete de la tarde, con los pasos de peatones, las bolsas cargadas y los carritos de la compra. Conseguí fusionarme con el ambiente cargado, con las palomitas quemadas y alguna que otra mirada esquiva.
De golpe, fui pasto de la soledad, no tuve otra que darme un empujón y al más puro estilo "tira palante, Chinato" reaparecí. Dejé de ser pan, farola y carrito. Pero seguí siendo palomita y mirada marchitas. Y por consiguiente, fantasma.

-Y como buen fantasma, sigo viajando en trenes vacíos.

Pero son esos fantasmas que nos tiran de la ropa, nos revuelven el pelo y deshacen nuestros actos, los que poco a poco se olvidan de nosotros, nos dejan a un lado, desocupan nuestro cuerpo y con el viento marchan adondequiera que la corriente les atrape, encuentran otros ojos con luces de colores y entran por la oreja, sin ser vistos, sin tan siquiera hacer un mínimo ruido, para de pronto arraparse a sus almas, invadir sus pulmones y ahogar sus vidas, con el único objetivo de no sentirse, por una única vez, tan solos.
Aún sin conseguirlo acaban por marcharse, en un ciclo interminable de eterno retorno. El problema reside en el vacío que dejan. A veces, la empatía nos juega malas pasadas, y acabamos por creernos fantasmas cuando nunca tuvimos ni sombra.